DICIEMBRE 2023 |     NOTICIAS   

"EL ADMIRABLE SIGNO DEL PESEBRE"


Llegado el 8 de diciembre preparamos el pesebre navideño. Es costumbre armarlo en las parroquias y capillas, en nuestros hogares, lugares de trabajo, escuelas, hospitales, cárceles, plazas, instituciones, oficinas públicas, comercios. Seguramente también incorporamos el arbolito de navidad y la corona navideña que adorna el frente de nuestras casas. Lo hacemos por tradición, porque le gusta a la familia, por los niños, tenemos diversos y sobrados motivos para armarlo y recrearlo una vez más. La Navidad no es solo un misterio que tiene que ver con la historia pasada, sino que viene a arraigarse e interpelar el aquí y ahora.

Es muy importante tener presente la rica y hermosa historia que está detrás, causando asombro y admiración con sencillez y alegría. Celebramos el octavo centenario del pesebre llamado de Greccio, en el cual san Francisco de Asís en la navidad de 1223 -en el valle Reatino-, representó lo sucedido en Belén, cuando el Hijo de Dios se hizo hombre y nació en un portal. Se realizó en pleno invierno, con mucho frío, en una pequeña población, hoy con 1.500 habitantes. 


¿Qué hizo el Poverello? 

Algo muy simple y sencillo, generalmente se lo llama el primer pesebre. Le pidió permiso al Papa para hacerlo. Quiso vivir en él lo que aconteció en Belén, el mismo seráfico expresa –como narran detalladamente las Fuentes Franciscanas-: «Me gustaría contemplar con mis ojos lo que Jesús pequeñito ha sufrido viniendo a este mundo apoyado sobre una piedra en una gruta transformada en establo». 

Habían pasado tres años del regreso de san Francisco de Tierra Santa, experiencia que lo va a marcar profundamente en «tener presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, difícilmente quería pensar en otra cosa» (nos dice el biógrafo). Esta vivencia se hará expresión en Greccio con el pesebre y en el Monte Alverna con la impresión de las llagas en su cuerpo. En aquella ocasión no había figuras: el belén fue realizado y vivido por los presentes. Ante esa escena simple y conmovedora se añadió el don de una visión maravillosa: uno de los que asiste ve acostado en el pesebre al mismo Niño Jesús. El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre «con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo». En esta escena contemplamos que «el Niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados». 

Este año recordamos y festejamos de manera especial lo sucedido en aquella oportunidad. Son 800 años que los pesebres nos siguen hablando a través de la simplicidad de ese signo. Que no sea solo una construcción tierna, romántica, cargada de luces, color y villancicos; más allá de una decoración, tiene significado teológico-espiritual. 

El pesebre no es solo una representación pintoresca de la Navidad, es una expresión de fe vinculada al signo más que a las palabras. Es la llegada de una vida que comienza a ofrecer salvación: el Omnipotente se hace humilde, dócil, frágil y vulnerable ante la soberbia, poder, arrogancia y prepotencia. La nochebuena es un encuentro donde interviene Dios produciendo cambio y transformación, trayendo luz a la oscuridad, verdad a los desorientados, consuelo en el dolor, esperanza a los tristes, fortaleza a los desanimados.


¿Qué nos dice el pesebre? 

Dios se hace cercano al hombre para que descubramos que no estamos solos, que Él está con nosotros, es el Emanuel. Acerquémonos agudizando los sentidos del corazón para escuchar y descubrir su mensaje que estimula a sentir, tocar y hacer vida. Cuando lo vayamos armando en casa, con la familia tengamos presente la invitación a un modo distinto de vivir, actuar, proceder, estar. El pesebre es compromiso, una promesa dada junto a otros. 

Es importante como se prepara el pesebre, pero no es lo fundamental, puede ser siempre igual o modificarse cada año; lo que cuenta es que este nos hable a la vida. En cualquier lugar y de cualquier manera, el belén nos expresa el amor de Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cercano que está a todo ser humano, cualquiera sea su condición. Aunque el pesebre sea el mismo, quienes no somos los mismos somos quienes lo armamos y estamos ante él. 

La lectura de los Evangelios nos fija en una atmosfera de alegría “pastoril” en la que en un principio parece no haber sombras ni contrastes. Sin embargo, en la Navidad se desarrolla un drama a varias voces: la aceptación de Jesús provoca perturbación y desconcierto. 

Ante todo, la genealogía –que para los antiguos tenía valor de documento de identidad- sitúa a Jesús dentro de la difícil historia del pueblo de Dios. La narran Mateo (1,1-16) y Lucas (3,23-32), de manera diferente. También está documentado el nacimiento de Jesús en tiempos de Herodes, en Belén de Judá (Mt 21,69; cf. Miq 5,1-3), en razón de que César Augusto había ordenado censar toda la tierra; y también que Quirino era en ese tiempo gobernador de Siria (Lc. 2,1-2). 

José desciende de la casa de David, tiene que dirigirse de Nazaret a Judea, a Belén para hacerse censar. Para la familia de María y José este desplazamiento significa una pérdida de equilibrio y comienzo de penosas y peligrosas oscilaciones (Lc 2,1-7.39) de las que hablan los evangelios de la infancia y que sólo acabarán con retardo y dificultad. 

María está en cinta y justamente en la ciudad de David, llega para ella el momento de parto (Lc 2,5-6). Da a luz a su hijo primogénito, lo envuelve en pañales y lo acuesta en un pesebre, pues no había espacio para ellos en ningún albergue del lugar (Lc 2,7). Jesús nace en una gruta o en un estable, donde se refugian los animales en caso de frío o de lluvia. Nada se dice de su fecha de nacimiento: ni día, año, ni estación. El tiempo y el lugar no definido del nacimiento del Mesías constituyen aspectos críticos notables. El Hijo de Dios es «un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). El reinado de Herodes representa una grave insidia para el Mesías que acaba de nacer. En efecto, Herodes procura dar muerta a Jesús cuando se entera de que ha nacido el «rey de los judíos» (Mt 2,16). Por tanto, la plenitud del tiempo (Cf. Gal 4,4; 1Pe 1,20) parece coincidir, de hecho, con un contexto inusitado e inquietante.

Juan- cronológicamente, es el último evangelista que escribe- presenta una visión propia de la Navidad, que es contemplación. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El Verbo, que abraza y reúne la realidad toda, se revela para manifestar la gloria del Hijo unigénito que se regala a los hombres como «Vida» (14,6), «Luz» (8,12), «Camino y Verdad» El hecho de que Jesús haya elegido esta modalidad para entrar en la historia revela hasta lo más profundo la naturaleza del amor del Padre por el ser humano: un amor que es compartir, participar, solidaridad, comunión. La historia de los hombres ya no le es extraña, le interesa vivamente y está impregnada de su amor. 


El acontecimiento “Jesús” está históricamente certificado, como prueba de ello están las informaciones extra bíblicas que lo confirman y dan testimonio de la fe de las generaciones que se apoya en los hechos. A nosotros nos interesa mencionar aquí los datos que resultan de los evangelios que, sin embargo deben leerse a la luz de la investigación histórico-crítica, que resalta su carácter teológico. Estos datos se los debe reelaborar en una lectura de fe. 

Repasemos los diversos signos del belén para comprender el significado que llevan consigo cada figura o personaje que forma parte, transmitiendo la fe con una rica y bella experiencia espiritual. En esta lección de vida, amor y sencillez, cada elemento es una oportunidad para reflexionar sobre los valores cristianos. 

Representamos el cielo estrellado y la oscuridad de la noche, esto es fiel a los relatos evangélicos y por el significado que tiene. La noche es una metáfora de muchos aspectos de la vida. En esos momentos Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para responder los interrogantes y cuestionamientos más grandes por los que se puede estar pasando. Ese cielo no es oscuridad, lo vemos iluminado por las estrellas. Son faros que guían y orientan en la noche. Muy bien lo representó Van Gogh en su máximo obra “la noche estrellada” en la oscuridad que estaba viviendo internado en un hospital de salud mental. Él la pinta de memoria, porque no se le permite salir de noche. En esta obra se ve la creatividad que ese cielo despierta en él. No pinta los barrotes que tenía la ventana por donde el miraba e imagina una ciudad a lo lejos. En espiritualidad hablamos de la noche oscura de la fe, la que experimentó san Juan de la Cruz y otros tantos santos y santas. En ese cielo estrellado, hay una estrella que se destaca. Es la presencia de Jesús, que se hizo hombre. Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (Cf. Lc 1,79). 


Merece también mencionar los paisajes que forman parte del belén: a menudo encontramos ruinas de ciudades o palacios antiguos, fondos urbanos en la lejanía, lo rural, la gruta, etc. Estas escenas nos dice que Jesús es la novedad en medio de esas realidades, que ha venido a sanar y reconstruir, a devolver el esplendor original a un mundo apagado, que perdió su brillo y vitalidad. En nuestro caso el paisaje hasta suele tener nieve, recordando ese invierno crudo en el que nació Jesús y que no coincide con nuestras temperaturas estivales. La emoción nos invade el corazón mientras colocamos las montañas, los riachuelos, las ovejas, el buey, otros animales, plantas en una palabra la creación entera está aguardando esa manifestación gloriosa. 

La estrella y los ángeles nos indican la alegría y algarabía por el nacimiento del salvador, invitándonos a ponernos en camino también nosotros. De esa manera tenemos presente lo anunciado por los profetas, que toda la creación participa en la fiesta de la Venida del Mesías: «Vayamos a Belén y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15). Solemos encontrar varios ángeles: con un incensario, trompetas, platillos metálicos, tambor y uno que sostiene una cinta que dice “Gloria in Excelsis”. Esta figura angelical representa la gloria del Padre y por ello se ubica en el centro de la gruta. 

Los pastores, gente depreciada y despreciada, se convierten en los primeros testigos de ese anuncio, de lo esencial, de la salvación que se ofrece. Carecen de morada fija, son marginadas: gente sencilla, humilde, pobre; personas sin historia y sin un rostro preciso como no sea el del trabajo, el del esfuerzo diurno y nocturno. No saben leer ni escribir, saben ordeñar ovejas, reconocer la hierba buena del campo de la que no lo es, cuál es el tiempo de la esquila, como se socorre a la oveja enferma y se la carga sobre los hombros, ayudan a parir a las que tienen dificultades. Ellos son los que están en vela, quienes acuden presurosas al encuentro y saben acoger el acontecimiento de la encarnación. 

En nuestros belenes aparecen figuras simbólicas: especialmente mendigos y otros que no conocen otra abundancia que la del corazón. Ellos también tienen lugar en el pesebre, están cerca del Niño Jesús por derecho propio. Nadie los puede correr, echar o alejar de esa cuna improvisada en la cual los pobres y sufrientes no desentonan en absoluto. Ellos son los privilegiados en este misterio y a menudo son los que reconocen con facilidad la presencia del Señor en medio de lo cotidiano con su mirada de fe, simpleza y sencillez. 

Vemos otras figuras y aparentemente no tienen nada que ver con el belén, están trasladadas en tiempo y espacio. Esta imaginación no es desencajada o desubicada, pretende expresar que en este mundo inaugurado por Jesús hay espacio para todos: observamos figuras que representan a trabajadores, herreros, el panadero, los músicos, flautistas, mujeres que llevan jarras, niños que juegan, etc. representa la santidad cotidiana, la manera de hacer extraordinaria la cosas ordinarias de todos los días. Es compartir en el día a día la vida divina de Jesús. 

En el pesebre la mirada percibe lo central, donde encontramos las figuras de María y José. Contemplamos una tierna y dulce imagen de una Madre que muestra al Niño envuelto en pañales a cuantos vienen y se aproximan a visitarlo. Junto está san José, generalmente de pie, a veces sosteniendo una lámpara que ilumina el lugar donde habita la Luz, a la «luz del mundo» (Jn 8,12). Él es el custodio que protege a su familia hasta cuando duerme. 

Al reflexionar y orar sobre la Navidad hay que regresar al estupor y turbación de María en el momento de la anunciación, como también a las angustiosas dudas de José frente al misterio. Recorrer tales situaciones dramáticas puede ayudarnos a medir la distancia que nos separa del pesebre de Belén. María y José son personas en actitud de escucha, disponibles para el plan de Dios que entra en su vida. Tal vez no eran estos sus deseos, sus proyectos, el futuro que habían pensado juntos y acariciado en su corazón.

El corazón del pesebre está en el Niño. Se presenta así, para ser recibido con ternura y asombro en nuestros brazos. En su debilidad y fragilidad esconde el poder que todo lo crea y transforma. «La vida se hizo visible» (1Jn 1,2), así el apóstol Juan resume el misterio de la encarnación. Dios asume nuestros comportamientos: duerme, toma leche de su madre, llora, juega como un niño. 

Tres personajes que la Tradición hasta les puso nombre vienen a adorar al recién nacido: los magos de oriente (Mt 2,1-12). Observando las estrellas, aquellos sabios y ricos señores de Oriente se dejan guiar poniéndose en camino hacia Belén. Quieren conocer al Niño y ofrecer sus dones: oro, incienso y mirra. Estos dones tienen significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús, el incienso su divinidad, la mirra su santa humanidad que conocerá la muerte y sepultura. Como expresa bellamente “Noche Anunciada de la Misa Criolla”: «En el pesebre, mi redentor es mensajero de paz y amor, cuando sonríe se hace la luz y en sus bracitos crece una cruz». Cuesta integrar estas dos dimensiones, la escena nos hace comprender que Dios al igual que regula con soberana sabiduría el curso de las estrellas, guía nuestra historia, abajando a los poderosos y exaltando a los humildes. 

A los pies del pesebre se suelen colocar regalos, que la noche o el día de Navidad se reparten. Este gesto nos hace tener presente que Dios se nos regala a cada uno de nosotros y nos invita a recibirlo en nuestras vidas. El más lindo pesebre es nuestro corazón, es donde nace Jesús y quiere habitar y hacer morada. Transformando nuestra vida en navidad cada día. Nos recuerda un místico del siglo XVII: «aunque Cristo hubiera nacido mil veces en Belén, pero no en ti, estarías perdido para siempre». 

El evangelista Juan pone el acento en la luz y en las tinieblas de la Navidad. Para una humanidad en medio de la cual Dios ha venido a habitar no puede no haber un amanecer, una mañana. El Señor, viandante como nosotros, frágil y fatigado como nosotros, sufriente en un camino similar al nuestro, da sentido a nuestro peregrinar, es decir, a nuestra precariedad, sufrimiento y pobreza. 

La alegría que despierta la Navidad no es para el cristiano fuga emocional, sino que tiene su profunda raíz teológica: el mundo es bello y bueno a pesar de todo; hay belleza en el corazón del hombre; hay vestigios de luz en todo lo que somos y hacemos. No es esta una mera certeza poética, sino el signo de la luz de Dios que resplandece entre las tinieblas. Se trata de un mensaje de esperanza: la luz de Dios brilla de una manera imprevisible y en lugar inesperado. Justamente el profeta es el que sabe reconocerla y dar testimonio de ella. 

Para el cristiano reconocer la luz es un compromiso, es una responsabilidad, es comunión con Dios y los hermanos. La Navidad nos interroga y nos provoca acerca de nuestro modo de vivir y de acoger a los hermanos. La Navidad es un regalo para el que tenemos que permanecer abiertos, aunque tal vez, nuestra vida esté destinada a ser un largo “adviento”, una continua espera, una pregunta cuya respuesta tarda en llegar. 

Esperar no quiere decir permanecer pasivos. El Enmanuel, el Dios que viene en medio de nosotros para sanar los conflictos que nos dividen, para devolvernos el sentido de la fraternidad y de la filiación, nos pide de todos modos que ya desde ahora pongamos manos a su obra. La Navidad nos llama a hacer una tentativa siempre nueva de renovarnos, de sentirnos solidarios y participes, más allá de la devoción convencional. 

La Navidad se convierte así para el creyente en una vocación: nos llama a buscar entre mil dificultades, el camino que nos conduce al otro, al hermano. Si Jesús se hace uno de nosotros naciendo pobre y solo, constituyéndose de este modo hermano y prójimo, también nosotros debemos hacer lo mismo. La vida cristiana es camino y asimilación progresiva de la vida del Señor en nosotros. 

Aprovechemos el armado del pesebre y su presencia para orar juntos en familia. El nacimiento nos muestra a Dios tal y como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios; a ser discípulos misioneros si queremos alcanzar el sentido último de la vida. Contemplando el belén familiar, reflexionemos sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador. 

A muchos de nosotros, la mente y el corazón se nos traslada en el tiempo, cuando éramos niños. Estos recuerdos nos ayudan a tomar conciencia del gran don que se nos ha dado al transmitirnos la fe. Al mismo tiempo nos hace sentir el deber y la alegría de comunicar a los hijos y a los nietos la misma experiencia. Qué las futuras generaciones puedan seguir disfrutando de estos bellos y significativos valores que hemos recibido. 

Nos dice el Papa Francisco: «Que en la escuela de san Francisco abranos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias a Dios” que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos». 

Bendecido adviento y preparación para la Navidad. 

Por: Fr. José Adolfo Larregain OFM